De la cruzada “anticomunista” a la “amenaza Extraordinaria”: un mismo libreto con Venezuela en el centro | Por: Indhriana Parada

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Durante siete décadas, Washington ha rotado consignas —anticomunismo, “guerra contra las drogas”, antiterrorismo, “responsabilidad de proteger”— para disfrazar operaciones de presión, cambio de régimen y disciplinamiento económico. Cambian los nombres; persiste la lógica: asegurar posiciones estratégicas, recursos y mercados, moldeando gobiernos que se salgan del guion. América Latina conoce ese patrón y, en el siglo XXI, Venezuela lo vive en su versión más reciente.

La secuencia histórica es nítida. En Guatemala (1954), la reforma agraria de Jacobo Árbenz chocó con los intereses de United Fruit y se la maquilló como “amenaza roja” para justificar su derrocamiento; en Chile (1973), “salvar la democracia” se tradujo en destruirla con un golpe respaldado por argumentos anticomunistas que encubrían motivaciones mineras y financieras. A fines de los ochenta y noventa, la “guerra contra las drogas” habilitó operaciones encubiertas, cooperación militar e incluso la invasión a Panamá (1989).

Luego del 11-S, el péndulo giró al antiterrorismo: Afganistán e Irak expandieron la doctrina de la “guerra preventiva” basada en alegatos que nunca se comprobaron. Y en 2011, la “protección de civiles” en Libia derivó en un cambio de régimen y un Estado fragmentado. El libreto es consistente: la etiqueta “moral” abre manipulaciones  “legales”, financieras y diplomáticas para reconfigurar equilibrios de poder. ¿El resultado? Dictaduras genocidas, caídas de indicadores sociales, aniquilación de las economías: Destrucción y miseria.

Antes del golpe o la invasión suele operar el frente silencioso: saboteos económicos, condicionamientos financieros, cooptación de élites y construcción de operaciones mediáticas. Ese “prefacio” busca forzar concesiones estratégicas; si no funcionan, se acelera el escalamiento. La experiencia latinoamericana —de Guatemala a Chile, Honduras y Panamá— muestra que en ningún caso estas intervenciones dejan democracias más sólidas o economías más diversificadas; más bien producen Estados debilitados y conflictos prolongados.

En Venezuela, el capítulo contemporáneo arranca con el intento de golpe de abril de 2002 y se profundiza en 2015, cuando la Casa Blanca declaró que “la situación en Venezuela constituye una amenaza inusual y extraordinaria” para su seguridad nacional. Esa calificación, de naturaleza política y no fáctica, habilitó un andamiaje de sanciones escalables —medidas coercitivas unilaterales— con efectos económicos y sociales de alto impacto.

Desde entonces, campañas de deslegitimación, asfixia financiera, presiones diplomáticas y la amenaza latente de fuerza se combinaron con intentos de fractura interna. El resultado jamás alcanzado no fue la prometida “democracia liberal”, sino un castigo colectivo que elevó costos de transacción, restringió importaciones y agravó vulnerabilidades sociales.

A partir de 2020, la etiqueta del narcotráfico se convirtió en coartada recurrente. El Departamento de Justicia estadounidense anunció acusaciones contra altas autoridades venezolanas. Son acusaciones falsas convertidas en sentencias mediáticas, no ha existido una sola evidencia comprobable y menos aún juicio contradictorio con garantías ni fallo firme que convierta narrativas fantasiosas en hechos probados. En términos jurídicos, no hay indicios que lleven ni siquiera a una duda razonable contra un presidente electo: Nicolás Maduro o contra un dirigente como Diosdado Cabello u otros miembros de la Revolución por delitos de narcotráfico.

¿Qué dicen, además, los datos? Los sistemas de monitoreo de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (UNODC) ubican la producción de hoja de coca y de cocaína en Colombia, Perú y Bolivia. Venezuela no figura como país productor en esos módulos ni en los capítulos de oferta del World Drug Report. El diagnóstico internacional es consistente: Venezuela aparece, ante todo, en mapas de tránsito por su vecindad con zonas cocaleras y su salida al Caribe, algo también referido en informes estadounidenses que, año tras año, la caracterizan como país de tránsito y no de producción. Pero sí existe una evidencia comprobable y clara: Venezuela en los últimos diez años ha incautado más de 440 toneladas de droga y ha neutralizado más de 300 aeronaves. ¿Cuánto ha demostrado haber incautado EEUU?

Si la evidencia técnica no ubica a Venezuela como productor y si no existen ni tan solo indicios que respalden fantasiosas acusaciones contra Nicolás Maduro, ¿por qué persiste el rótulo de “narco-Estado”? Porque el ataque es político y económico antes que empírico. Venezuela combina recursos estratégicos —incluidas las mayores reservas probadas de crudo—, ubicación geopolítica clave y una política exterior autónoma con alianzas soberanas. En ese tablero, la narrativa antidrogas opera como nuevo vehículo justificatorio de sanciones, persecuciones financieras y lawfare, del mismo modo que ayer lo hicieron el anticomunismo o el antiterrorismo. Lo que sí se desprende es la selectividad del señalamiento y la instrumentalización de la “cruzada” antidrogas para fines geopolíticos.

El auge global de la cocaína —empujado por la expansión productiva andina y por la alta demanda en Norteamérica y Europa— es real y exige cooperación efectiva contra redes transnacionales, lavado y corrupción. Pero, sin embargo EEUU no se centra en perseguir o detener a los verdaderos productores, capos y corruptos, claro- tendría que empezar por la DEA, como mayor comercializador de estupefacientes del mundo. Mientras que Venezuela ha demostrado con hechos y estadísticas su lucha contra las drogas, la corrupción y el crimen organizado.

Las etiquetas cambian, el libreto no. El anticomunismo de ayer, el antiterrorismo de anteayer y la guerra antidrogas de hoy sirven a la misma gramática de poder. Venezuela concentra hoy ese guion: “amenaza extraordinaria”, sanciones, narrativa criminalizante. Frente a ello, la respuesta del pueblo de Venezuela es más cohesión, más trabajo y más crecimiento. Solo así se evita repetir, una vez más, un desenlace ya conocido.